Mauricio Ramos
Sonrojarnos ante una imagen que nos habla, enamorarnos en un instante gracias a la fibra óptica, es un acontecimiento técnico de factura milagrosa. Sólo la mirada autista no ve este prodigio desplegado, derramado a gran escala y sin remordimientos sobre todo espacio y sector productivo. Lo mágico es cosa de una tecla, podemos desatar acontecimientos encadenados y rotundos aun mientras estamos soñolientos y sin ánimo.
Tecnológicos y con ímpetus industriosos, lo queremos todo al instante, sin medida y con exceso. Las posibilidades técnicas nos han abierto el mundo, no hay horizontes infranqueables, ni cosas que no se puedan tocar, muy al contrario, lo sacro y lo secreto se examinan quirúrgicamente hasta que queden exhibidos a grados íntimos. Una condición de la nueva sensibilidad, es que esta no encuentra objeción para adentrarse voyeurista en todo lo que se proponga, manipula las cosas en todas sus fibras, examina con obsesión lo que antes era imposible imaginar, deshace entre sus manos lo intocable.
Una vez probada la multiplicidad y la velocidad, ya no hay nada que nos satisfaga, lo bello, lo bueno y lo verdadero nos parecen demasiado poco, son fórmulas puras que se ven mejor en plena promiscuidad, ambiguas y confusas entre la aglomeración y el tráfico de ideas. El cenit y el nadir son límites disparatados que se diluyen, reglas precarias que mueren de abulia cuando son sobrepasados por la cantidad y la producción en serie. Ante la velocidad y la eficiencia tecnológica, no nos queda más que postrarnos, nos permite acceder sin inhibiciones y festivos a la superproducción de información que fluye etérea y ubicua igual que un dios.
Los flujos electrónicos son el artificio de las grandes cosas, lo que mueve al mundo no se ve, sólo se manifiesta. Al instante y con un guiño movilizamos recursos, alteramos el orden universal o condenamos vidas. Qué mayor gozo místico que lo que mueva al mundo sea sólo energía, que lograda espiritualidad soñó con hacer aparecer a voluntad sus alucinaciones en imágenes de alta fidelidad y en sonoridad magnificada. La maquina ha prescindido de la máquina para convertirse en hondas etéreas y pulsaciones eléctricas.
Los insignificantes chips son el alma del mundo, lo movilizan hasta exprimir sus santuarios, comprimen sus misterios hasta dejarlo exhausto. La tecnología reluciente hoy es un resplandor espiritual, de categoría mitológica.
Nunca antes nuestros pechos habían sido tan colmados con todos los sabores, nunca el delirio había sido algo tan doméstico. En el ciberespacio los excesos ya no se diferencian de lo rutinario, lo exagerado pronto se convierte en un juego común, completamente predecible y monótono. Lo alternativo o marginal es página Web hecha logo, lista para deslavarse por uso indiscriminado. Cualquier reto es un asunto ligero, cualquier límite pura retención religiosa. Las prohibiciones fueron siempre humor negro, las convicciones formas de escapismo.
Los cibernautas pueden declarar lo que sea sin consecuencias, nada que se pueda decir es reprobable, cualquier conjuro cósmico es indoloro, muere al poco rato en medio de la indiferencia. Hoy todo puede expresarse sin que cause mayor estrago, cualquier prohibición es pueril, la exageración es anticuada. Las estridencias verbales se pueden desatar sin que levante polvo, la acidez de las palabras a nadie queman.
Frente a un interlocutor virtual, no hacen falta las presencias, sólo las elocuencias. Vagar sin rumbo es el placer onanista de última generación, deambular desatado entre los sistemas de información, sin largas esperas o expectativas postergadas es privilegio de quien vive bajo tensión. El texto es cuerpo ausente, palabra que corre y es propiedad comunal. El signo es impersonal, no hay autor o pronto se olvida. Que la palabra vaya instantánea sin mayor preámbulo, es el privilegio del esquizofrénico contemporáneo.
La nueva virtud es la velocidad, los cibernautas soportan cada vez menos la calma y la nitidez, se requieren flujos de información que vayan y vengan intermitentes. Nadie quiere detalles ni los aguanta mucho tiempo, porque siempre esperan el siguiente paso, sorpresivo y desechable.
En el ciberespacio, no hace falta gran elocuencia, sólo la capacidad de consternar. Ni siquiera la torpeza comunicativa es una disfunción, es el carácter mismo de la comunicación. Un balbuceo preciso es suficiente, ¿para qué las grandes frases si se dice lo mismo con un ademán? Un código simple puede conmovernos hasta el llanto, el silencio mismo puede ser solemne en la espera.
La prosa breve que dice en código y en pocas notas, retribuye poco a la literatura y fomenta la inexpresividad, pero esa comunicación minimalista y monosilábica es para muchos la coronación del lenguaje. El verbo resumido en fórmulas y protocolos breves, no es una objeción contra su poder, un lenguaje codificado puede decir todo lo que necesita. Si la sabiduría es ahora información, y el tiempo se mide según escalas monetarias, las expresiones profundos y de largos alcances retribuyen poco y exigen demasiado.
No hay otra opción más que navegar en las redes y acomodarse según los itinerarios del espacio virtual. Los artificios técnicos no son en sí mismos las causas de los Apocalipsis, no destruyen sistemáticamente las neuronas, ni carcomen la creatividad. Pueden ser herramientas que acolchonen la vida e inviten al sopor de la comodidad, pero no se muestran especialmente destructivos. Lo que ocurre es que siempre estamos rogando porque algo nos seduzca, raciones mayores de liviandad y complacencia, prótesis mágicas que sustituyan a los músculos, efectismo visuales con calidad cimematográfica, escaparates que lo ofrezcan todo, al mismo tiempo y sobrecargado.
En la red abierta de la internet, pareciera ser una ley el querer sin necesitar y el necesitar sin querer, es el consumismo desbocado del usuario anónimo, que fluye en plan de gula. Sea por amor o por dinero es un disparate desconectarse, sea por mercancías o por interrelacionarse, vale la pena morir sobreestimulados.
La frivolidad verbal o la superficialidad retórica no nacieron en la red, siempre hemos simplificado el lenguaje y nos gustan las alusiones mudas. Lo que tememos es hacernos insensibles, que llegue el momento que nos baste el interruptor y el monitor para satisfacer nuestras pulsiones básicas, que experimentando la simplicidad emocional con que nos relacionamos a través de la máquina, terminemos como apéndice de un sistema interconectado en infinitas redes, igual que en una pesadilla totalitaria.
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